Fuente: El Mostrador
Esta pregunta es difícil de responder porque no se conocen bien los factores subterráneos de los que dependerá su itinerario y porque siempre es posible que su porvenir, como en la física cuántica, no sea mero resultado de tales factores. La historia sorprende por los lados menos pensados.
Aun así, es posible plantear las condiciones de un nuevo tipo de cristianismo. En la parte del planeta que conocemos, la Cristiandad agoniza. Ya no es posible ni tiene sentido pretender que el mundo sea católico. En África, tal vez, tampoco se lo quiera, pero en el continente vecino la Iglesia está en alza. Entre nosotros, la cultura ha cambiado al grado que muchos constatan que esta Iglesia no es necesaria. Para Charles Taylor, si en el siglo XV el ateísmo era inconcebible, en el siglo XX es al revés, lo extraño es creer en Dios.
En nuestro territorio cultural esta afirmación de Taylor no calza tal cual, pero pega en el palo. La secularización prospera. Poco a poco, los cristianos no necesitan creer en un Creador, pues Google responde a muchas de sus preguntas y la inteligencia artificial promete responderlas todas.
Los datos están allí. ¿Cuántos católicos quedan en Chile? Lo son ya menos de la mitad. ¿Un 40%? La tendencia es a la baja. ¿Y los jóvenes? Cada vez menos. Los seminarios se vacían. La vida religiosa femenina se extingue. La religiosidad popular continúa fervorosa, pero las comunidades cristianas en el campo se apagan. Esto que sucede en nuestro país también ocurre parecido en América Latina y el Caribe. Si se observa hacia el lado, las iglesias protestantes chilenas conservan sus números. El diagnóstico de Taylor no se aplica del todo en nuestro caso, porque todavía mucha gente cree en Dios. Cree, pero se desvincula de sus iglesias y agrupaciones religiosas.
Si la tendencia se acentúa, en cincuenta años más no quedará casi nada de la versión eclesiástica de la Iglesia católica chilena. ¿Prosperará y se fortalecerá una versión laical de la misma? Si esto ocurre, habrá de ser una Iglesia minoritaria que conviva, dialogue e interactúe en una cultura que no necesita más de religiones para satisfacer las necesidades más hondas de las personas. Y si no, ¿qué justificaría su existencia?
Como se ve, no es cuestión de números. El asunto es si, en un mundo secular que ofrece la posibilidad de múltiples pertenencias, la Iglesia católica será un aporte o sobrará. La modernidad de segunda generación o posmodernidad admite también que se den en su seno tradiciones obsoletas. ¿Por qué no? Estamos en una cultura pluralista. Pero la Iglesia no se puede resignar a convertirse en una secta dedicada a condenar los cambios.
La Iglesia tendría que aferrarse a las conclusiones del Concilio Vaticano II. Son tantas: convicción de que Dios ama y se hace cargo de todos los seres humanos; que todas las tradiciones culturales y religiosas, en principio, son valiosas, y que incluso los ateos, cuando aman, aciertan en lo fundamental; que el diálogo, la libertad, la igualdad y la dignidad humana son fundamentales; y que, no obstante esta apertura universal, Dios opta por los marginados, los despreciados, los enfermos y los pobres, cualesquiera sean.
Aun si la Iglesia se atiene a estas y otras enseñanzas conciliares, debe interrogarse por las mediaciones eclesiales, pero no ya clericales, que hagan posible transmitir el Evangelio. Las actuales se erosionaron. ¿Quién soporta una misa? ¿Quién está dispuesto o dispuesta a confesarse? Independientemente de la utilidad, anacronismo o reforma de estas y otras instituciones, instrumentos y prácticas, la Iglesia debe crear otras nuevas, sabiendo desde el día uno que el resultado es inseguro.
Bien parece que solo una versión laical puede y debe prosperar. A los laicos les queda la responsabilidad de la creatividad. La pelota está de su lado. El clero, y especialmente a los obispos, debieran apoyar las iniciativas de laicos y laicas. Bastaría con esto. Al laicado corresponde inventar otro tipo de cristianismo, nuevas maneras de encuentro con Dios, más humanas y más fraternas.