El Ministerio de Educación acaba de dar a conocer los avances de un proyecto de ley sobre las universidades del Estado y una minuta con las indicaciones sustitutivas al proyecto anterior.
El resultado es del todo insatisfactorio.
La reforma a la educación superior queda reducida a tres objetivos: favorecer a las universidades del Estado (cuidándose de mantener el estatus de las privadas del CRUCh y desconociendo al resto de las universidades), crear una superintendencia y reafirmar la política de gratuidad. Las universidades privadas mantienen su actual estatus, tanto las que integran el CRUCh (que seguirán recibiendo aporte fiscal) como las creadas luego de 1981 (que con prescindencia de su calidad o de si adhirieron o no a la gratuidad, seguirán careciendo de él).
Si las universidades del G9 tienen motivos para la queja, a las universidades que no pertenecen al CRUCh y que han adherido a la gratuidad les sobran.
Al parecer se espera de ellas que en el futuro sostengan la gratuidad sacrificando bienes —investigación, vínculos con el medio, actividad editorial— que les ha costado años construir.
Las instituciones creadas luego de 1981 financiaron, hasta antes del programa de gratuidad, la totalidad de sus actividades con los ingresos provenientes de sus aranceles. La expansión de su infraestructura física, la renta de sus comunidades académicas, los programas de investigación y sus actividades de vinculación con el medio, como v.gr. su actividad editorial, se financiaron con los aranceles que los estudiantes pagaban, fuera con cargo a su renta actual o en vistas a su renta futura. El nivel de los aranceles estaba, en términos gruesos, en función del nivel de la actividad de esas instituciones en cada una de esas áreas, lo que, por supuesto, es perfectamente verificable en las universidades que cumpliendo la ley, no retiraban excedentes.
¿Qué ha ocurrido luego de adscribir a la gratuidad? Ha ocurrido una severa limitación de recursos que, de sostenerse, podría lesionar su calidad… Ver columna completa