De no haber sido por la crisis sanitaria producto del covid-19, hoy domingo 26 de abril estaríamos efectuando el Plebiscito Nacional para decidir soberanamente si aprobamos o rechazamos darnos como sociedad una nueva Constitución. Y para definir, en caso afirmativo, qué tipo de órgano deseamos que redacte la nueva Carta Fundamental, una convención constituyente conformada íntegramente por personas electas para ese propósito, o bien, una convención mixta constitucional, integrada por una mitad de parlamentarios en ejercicio y por una mitad de personas electas para ello.
La postergación del plebiscito, y de todo el calendario electoral, se debió a razones sanitarias. Se buscó proteger la vida y salud de las personas, atendido que el peak de contagios se preveía para finales de abril y comienzos de mayo.
Se han levantado desde el oficialismo algunas voces en estos últimos días planteando que el proceso constituyente, una vez terminada la pandemia, pasará a segundo plano, puesto que las personas estarán más concentradas en enfrentar la crisis económica. Se ha dicho además, que la Constitución actual ha permitido hacer frente a la crisis, de modo que las demandas por una nueva Constitución han perdido fuerza.
Sin embargo, ello no es así. Por el contrario, la crisis sanitaria ha demostrado con fuerza las fallas del modelo, dando cuenta que las críticas planteadas durante el estallido social siguen más vigentes que nunca. La desigualdad social y de género se ha acentuado. Estas difíciles circunstancias nos han demostrado que debemos transitar del modelo neoliberal que impone la Constitución de 1980 a un Estado social y democrático de derecho, que debemos abandonar la noción de Estado subsidiario, y signar nuestros esfuerzos en fortalecer el catálogo de derechos fundamentales, en particular el reconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales, y establecer garantías jurisdiccionales eficaces para protegerlos. Como también sentar las bases para una democracia paritaria.
Un marco jurídico como ese hubiese permitido enfrentar de mejor manera el dictamen de la Dirección del Trabajo, que trasladó los costos de la crisis a las y los trabajadores; o reaccionar institucionalmente frente a la amenaza de alza de las primas de las Isapres; o nos hubiese evitado que el gobierno planteara la inconstitucionalidad del proyecto de ley que busca detener el pago de los servicios básicos mientras dure el estado de catástrofe; o habría permitido acceder a la protección judicial efectiva de los derechos de las y los funcionarios públicos obligados a retornar al trabajo presencial; o haber contado con medidas para enfrentar la pandemia con perspectiva de género.
Las constituciones no brindan soluciones inmediatas a todos los problemas sociales, pero sí fijan un marco dentro del cual es posible moverse y establecen principios y valores que han de encaminar el actuar estatal y particular. La Constitución de 1980, hecha para proteger los intereses de unos pocos, no nos permite hacer frente a los desafíos que como sociedad estamos enfrentando. Necesitamos, más que nunca, una nueva Constitución.
Por Bárbara Sepúlveda y Catalina Lagos, académicas UAH.
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