Pablo Salvat, académico del Departamento de Ciencia Política y RR.II.
Por: Pablo Salvat, académico Departamento de Ciencia Política y RR.II. de la UAH.
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¿Acaso por aquí? Con voz engolada y algo altisonante, muchos miembros de nuestro desprestigiado Congreso se escudan tras su enunciado cada vez que no desean escuchar a la propia sociedad en los conflictos actuales. No se trata, hay que decirlo de entrada, que no nos parezca la idea del Estado de derecho. No pues. Ha sido un importante logro.
Sería siempre deseable poder vivir en un Estado de derecho a plenitud. Aquello sería algo muy parecido a un Estado democrático de derecho. Es decir, uno en el cual, la ley y los distintos poderes (ejecutivo, legislativo, judicial, entre otros) funcionan obedeciendo lo que la soberanía popular manda y prescribe. Uno en el cual el soberano popular, a su vez, tiene las herramientas para seguir y controlar lo que hacen los poderes delegados, y a quiénes sirven las leyes que se dictan.
Nuestra clase política utiliza muchas veces la noción de Estado de derecho como un recurso demagógico, como si nuestro actual Estado estuviese siempre sometido al derecho y a la ley, y como si ese derecho y esa ley, fuese realmente mediadora y representativa de la voluntad popular y el interés general.
No podemos olvidar que la historia del Estado de derecho en general (desde el siglo XVII y XVIII en adelante) ha sido bastante complicada y con altibajos. De hecho, muy pocas veces ha sido capaz de encarnar y promover los derechos humanos por ejemplo (de las mujeres, los inmigrantes, o los indígenas, entre otros). Pues bien, a la vista de lo que ha venido ocurriendo todos estos años en el país, las definiciones de manual (aprendidas de seguro en una buena universidad anglo) parecen no coincidir con lo que vivimos en la realidad cotidiana.
Más cerca estamos aun de tener un Estado oligarquizado, centralista, uno en el que termina imperando la voluntad de los distintos poderes fácticos (poder armado; financiero, comunicacional, entre otros) y de quienes gobiernan. Un Estado que no queda sometido al derecho ni a las necesidades e intereses de las mayorías.
Esta situación viene de lejos. Desde las “amarras” que dejaron los negociadores pre gobierno de Aylwin por ejemplo. Una de ellas la dejó bien clara el mismísimo Pinochet cuando comentó en abril del 89: “si gana una opción de izquierda o se toca a uno solo de mis hombres, se acabó el Estado de derecho”. Por tanto el ideario de elecciones “libres”, como uno de los signos de una democracia y Estado de derecho, quedó desde el inicio puesto en entredicho. Lo que implica decir, mientras no gane una opción de izquierdas y más rupturista con el modelo imperante, el Estado de derecho puede funcionar y existir.
Por cierto, pueden presentarse a las contiendas electorales los que quieran. No importa. Ya se sabe quiénes pasarán a segunda vuelta y quiénes pueden ganar.Pruebas a la vista, ha bastado el planteo de unas tímidas reformas por el actual gobierno, para que los saboteos y alarmas de los poderes fácticos y sus aliados en el Congreso – y más allá- se enciendan (desde la derecha hasta sectores del centro-izquierda) hasta lograr desdibujarlas e incluso solicitar se suspendan y punto.
Al mismo tiempo, el principio de separación de poderes, otro de los ejes caracterizadores de un Estado de derecho, ha quedado cuestionado por la permeabilidad cruzada entre los distintos poderes y los intereses de grupos particulares, en sus mandatos y funcionamientos.
A la vista están las situaciones de corrupción que cruzan el conjunto del espectro político oficial en conjunción con algunos de los más poderosos grupos económicos: SQM, Penta, Corpesca, Caval, el llamado Milicogate, abusos de poder policiales, por nombrar solo algunos casos.
No se trata solamente de la incursión del poder económico en las elecciones y en las decisiones de política pública. Se trata también del juego de influencias que la concentración de poder le confiere a ciertos grupos para presionar a favor suyo, sea a los gobiernos, al Poder Judicial, o a otras instituciones (SII, Contraloría, Superintendencias, etc. ), supuestamente existentes para mediar y representar los intereses de los ciudadanos.
Influencias (dinero poder) que sirven también, como no, para torcer la voluntad de la ley. Es decir, para burlarla y no cumplirla. Ahí tenemos por ejemplo todos aquellos casos de violaciones a derechos humanos que esperan aún su verdad y justicia.
Cuando el poder de los poderes fácticos tiene estos alcances entonces la existencia de un Estado de derecho queda como algo puramente formal y cómo un lugar cuasi vacío. Aun cuando esté reconocido en la misma Constitución.
Por eso algunos hablan de que el nuestro sería más bien el Estado de los Luksic, Matte, Angelini, Paulmann y otros como ellos. Y al parecer, no están tan alejados de la realidad.
Es lo que sucede también con los derechos humanos, los cuales no hemos podido ponerlos y levantarlos como un real impulsor y límite del poder político o de los grupos privados más incidentes.
No solo esto. Nuestro muy liberal Estado de derecho se ha mostrado hasta ahora incapaz y reacio a asumir la defensa y promoción de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC); así como también se muestra refractario para incorporar disposiciones que permitan una participación más amplia y vinculante de la ciudadanía en la toma de decisiones de alcance común (por ejemplo, para decidir el método para una nueva Constitución). No ha sido capaz, y lo hemos visto hace poco a propósito de la manifestación del gremio camioneros, de avanzar en la solución de las demandas pendientes de los pueblos originarios, en particular, aquellas suscritas por el pueblo mapuche después de años.
Por cierto, hay que tenerlo en cuenta. El cambio de sentido y lucha por modificar la idea y práctica del Estado de derecho, viene ya desde la estrategia globalizadora en clave neoliberal que en América Latina tuvo su expresión en las dictaduras de seguridad nacional (11-S 1973) y fuera de aquí, en la acción de los Reagan, Thatcher, Busch I y II ( 11-S de NY 2001 )
Se podían reducir las conquistas sociales y políticas del Estado de derecho pos Segunda Guerra Mundial, una vez liquidadas las experiencias de los socialismos históricos y los logros socialdemócratas.
Entonces, uno se pregunta, ¿puede hablarse así como así de Estado de derecho, sólo porque esté descrito de esa manera en la Constitución “parchada” que nos rige? ¿Puede desligarse este ideario democrático de sus condiciones de posibilidad y del modelo de economía y sociedad que tenemos hoy? Volvamos al inicio. El ideario de un Estado de derecho es muy importante de reivindicar en pos de una ciudadanía y una sociedad verdaderamente autónoma y democrática.
Sin embargo, ¿acaso el capitalismo financiarizado y global que nos rige permite su real ejercicio, como no sea espasmódicamente?
¿Puede hablarse del predominio de la ley y el derecho en una sociedad tan desigual, mercantilizada y con un acceso al poder, al tener, al comunicar, tan concentrado en pocas manos como la chilena?
¿Podemos decir que tenemos un Estado así, cuando el accionar político, eje central de una comunidad autónoma, está determinado y corrompido estructuralmente por el poder económico/financiero y comunicacional, nacional y transnacional?
¿Cuál es la capacidad e interés de nuestro Estado para conectar y mediar el interés general, la voluntad común, el bien común de todos? Hasta el momento, todo parece indicar que mientras sigamos regidos por las ideologías del mercadismo totalizante (educación, salud, pensiones, medio ambiente), y del autoritarismo oligárquico del orden por el orden, un real Estado de derecho democrático será, por ahora, un objetivo por el cual deberemos seguir bregando entre todos aquellos interesados por construir una sociedad justa e igualitaria. Una verdadera república democrática.