La votación realizada por el plenario de la Cámara de Diputados el día de ayer 17 de abril que dio curso el proceso de destitución de la presidenta Dilma Roussef ha dejado en evidencia la fragilidad de la democracia brasileña. Irónicamente el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) ve como la institucionalidad de su mandato se desmorona ante un artilugio parlamentario que su diplomacia combatió tanto en Honduras como en Paraguay: un golpe institucional.
Efectivamente, a pesar de que la destitución de la primera autoridad del país está contemplada en la Constitución, la misma establece que ésta sólo se puede realizar en caso de un crimen de responsabilidad directa, que viole la Carta Magna.
La acusación por las llamadas “pedaladas” fiscales, una especie de enroque presupuestario en el que se utilizan recursos de los bancos públicos para dar continuidad al financiamiento de programas sociales, aunque puede ser tipificada como una falta administrativa susceptible de censura política, no calificaría para recurrir a la excepcional medida de la destitución.
Paradojalmente los argumentos de los parlamentarios que votaron a favor del impeachment prácticamente no hicieron referencia a la cuestión de si esas pedaladas correspondían o no a un crimen que atenta contra la Constitución, más bien sus intervenciones apuntaron a la crisis económica que vive el país y a los escándalos de corrupción que han afectado al sistema político (y cuando no, a sus familias y a Dios).
Lo sardónico es que buena parte de los acusadores han estado implicados en los mismos, mientras que sobre la Presidenta Roussef no pesa ninguna acusación en ese sentido. De entre ellos, quien debió llevar adelante el proceso, el Presidente de la Cámara Eduardo Cunha, cuya carrera política ha estado permanentemente signada por las acusaciones de corrupción, aceptó cursar la destitución como una represalia contra el gobierno, por el apoyo de los diputados “petistas” a la constitución de una comisión especial para analizar las acusaciones contra el mismo Cunha.
Por otra parte, quien debería ser uno de los principales articuladores del gobierno con el Congreso, el Vice-presidente Michel Temer, más bien capitaneó los apoyos parlamentarios para el impeachment. Si la destitución prospera en el Senado, Temer asumiría la presidencia, a pesar de haber firmado las mismas “pedaladas fiscales” y Cunha sería su Vice-presidente. Ambos militantes del PMDB, el partido que más se benefició de los gobiernos del PT en la indicación de cargos públicos.
Las sospechas oficialistas apuntan a un intento de los acusadores de sacrificar la cabeza de la Presidenta para calmar las exigencias ciudadanas de castigo contra la corrupción, para, una vez en el poder, bloquear las investigaciones que podrían exponer a buena parte de los parlamentarios que votaron a favor de la destitución.
Si bien el gobierno de Dilma Roussef ha contribuido enormemente para la situación en la que está, pues su gobierno implementó una política económica a contracorriente de las medidas anti-cíclicas que se venían aplicando desde que Lula llegó al poder, lo que ha agravado la crisis económica y pulverizado su base de apoyo, siendo que además ha mostrado un gran déficit de negociación política; lo que estaba en juego con esta votación era mucho más que la continuidad de un gobierno impopular y hasta cierto punto inepto políticamente. Lo que Brasil se jugaba en la votación era el respeto del Estado de Derecho democrático.
Ante el resultado, aparentemente el diagnóstico que el sociólogo Sérgio Buarque de Holanda realizó a comienzos del siglo pasado sigue reflejando la irónica tragedia de su sistema político, “la democracia en Brasil siempre fue un gran mal entendido”.