Fuente: Theclinic.cl
Hace poco fuimos a Cuba a presentar los resultados de una investigación sobre objetos domésticos. Antes de volar, mucha gente nos comentó que aterrizar en La Habana era como «volver a 1950», una ciudad aparentemente congelada en el pasado. Al caminar por sus calles, sin embargo, al conversar con la gente y entrar en su casas, nos pareció todo lo contrario. Un lugar con problemas, sin duda, pero que en términos de consumo, nos parece, está en la dirección hacia la que debemos caminar: sin compras suntuarias, donde la basura en las calles es puramente orgánica y donde lo roto o ya usado se reinventa para otros fines.
En Chile, hasta hace no mucho atrás, vivíamos con esa misma lógica. Cuántos de nosotros crecimos escuchando frases como «el que guarda siempre tiene», «la comida no se bota», «para algo puede servir» o el transversal grito diario de «¡Apaguen las luces!». Estos mandamientos respondían a la necesidad de valorar y cuidar recursos escasos. Las personas cambiaban las suelas de los zapatos cuando se estropeaban, reparaban la juguera cuando dejaba de funcionar y zurcían la falda que se descosía. Con enorme ingenio y creatividad popular, se reutilizaba también lo que perdía su función original: la polera vieja se transformaba en pijama, y cuando ya no daba para más, se dejaba como trapero; las botellas plásticas mutaban en maceteros; las llantas en parrillas y los neumáticos en columpios. Los patios de las casas de campo hasta hoy dan cuenta de ese espíritu circular, donde todo puede tener nuevas vidas y la basura es un camino reservado casi exclusivamente para lo que puede volver a la tierra…
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