Por Juan Manuel Garrido
Jean-Luc Nancy nace en Bordeaux, Francia, el 26 de julio de 1940. Unos cien años antes, un funcionario del registro civil francés, oriundo de Nancy, inscribía con el nombre de su ciudad natal a un niño expósito, dando origen al apellido y a la historia familiar.
Jean-Luc era hijo de un oficial militar asignado a la zona de ocupación francesa en Alemania al término de la segunda Guerra Mundial. Allí aprendió el idioma que le daría acceso a la obra de Nietzsche, Marx, Hegel y Kant, así como del temprano romanticismo alemán. Y a la obra no traducida o mal traducida de Heidegger. Nancy forma parte de una generación de filósofos franceses que contribuye a devolverle oportunidad filosófica a la obra de Heidegger; oportunidad que la gesticulación discursiva y los compromisos políticos del propio Hiedegger habían prácticamente anulado.
Como otros europeos de su edad, Nancy creció en un mundo en que el progreso y la prosperidad dejaron de ser incompatibles con la crueldad y la destrucción absolutas.
Tenía menos de 30 años para mayo del 68, la utopía que no dejó ruinas, pero sí deseo y libertad, y sobre todo la tarea de inventar nuevas formas de estar en la izquierda y de no renunciar al bien común. Mayo del 68 dejó también, en él como en muchos otros, una inconfundible destreza para captar los inconvenientes de la racionalidad política, técnica y económica de nuestro mundo.
En los ochenta, Nancy desarrolla una reflexión profunda, original e influyente sobre el concepto de comunidad. Esta reflexión se hace cargo de lo que queda de la idea de comunismo después de la caída del muro, así como de las aporías éticas y políticas de nuestra democracia y globalización.
La filosofía francesa, idiosincrática como pocas (como toda gran filosofía, en realidad), era muy apegada a sus maneras. Su oscuridad y dificultad, probablemente más míticas que reales, han provisto a la academia, en países desarrollados, de un vasto campo laboral. Ocurre que la singularidad de la experiencia es esquiva y el concepto no es un atajo. La universalidad filosófica ha sido siempre territorial y local. Lo que nos concierne, lo que tiene sentido para nosotros, involucra lugar y momento, por no decir intimidad. No hay experiencia o sentido en abstracto. En abstracto, nuestros conceptos son irrelevantes, como la luz del sol que ilumina desde lo alto sería irrelevante si no estuvieran las cosas que la difractan y diferencian. La racionalidad se produce y propaga solo si repercute.
Adolescente, Nancy milita en “Acción Católica”, un movimiento humanista y social de la Iglesia. La fe no lo acompaña muchos años, pero sí una fascinación profunda por el cristianismo. En los noventa, Nancy desarrolla un programa filosófico que titula “desconstrucción del cristianismo”. La desconstrucción del cristianismo no es la destrucción, sino la apropiación y reinvención de las posibilidades filosóficas del evangelio. Entender el modo en que Occidente hizo mundo, sentido e historia, implica para Nancy una reflexión sobre las estructuras del cristianismo.
Nancy falleció la noche del 23 de agosto de 2021, en la ciudad de Estrasburgo, donde pasó la mayor parte de su vida profesional y familiar. El corazón que está en su cuerpo perteneció a otra persona. Hace 31 años, un trasplante le había permitido, hasta ahora, seguir viviendo.