Fuente: El Mostrador
«Mira, murió Godard!», me escribe una amiga por WhatsApp, y agrega un emoji lagrimeante. Yo ya me había enterado por Instagram, y ahora que me siento a escribir estas líneas veo posteos en Facebook anunciando su partida y recordando algunos rasgos de su obra y de su biografía. Probablemente a Godard le habría hecho gracia observar cómo se expande por el mundo virtual, en palabras e imágenes, la noticia de su muerte, y sin duda habría hilado un análisis provocativo y original a partir del modo en que ella circula por las pantallas de diversos dispositivos visuales: tablets, computadores, plasmas, celulares.
Jean-Luc Godard es mucho más que un gran director de cine. Es cierto: fue uno de los nombres principales de la nouvelle vague que surgió en Francia a fines de los años 50 a partir de la revista Cahiers du cinéma, antes de derivar hacia un cine colectivo y revolucionario con el grupo Dziga Vertov hacia fines de los 60. Logró mantenerse vigente como autor, con varias obras maestras a su haber durante los 70 y 80, y siguió dando que hablar las décadas siguientes con su peculiar filmografía, en un estilo inconfundible de ensayo visual fragmentario. Pero, más incluso que un director notable, Godard fue un pensador de las imágenes, un lúcido explorador de cómo opera la conjunción de imagen en movimiento, sonido y palabra hablada o escrita, un indagador incansable de las posibilidades del cine como medio, incluso después de la «muerte del cine» en su sentido clásico, análogo, con sala oscura y proyector. Supo utilizar como nadie esas posibilidades para un tipo de pensamiento a saltos, discontinuo, por montaje, un pensamiento apropiado para nuestra época ilógica y contradictoria.
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