En los últimos meses, la palabra “inclusión” ha sido particularmente relevante en el debate público chileno, debido a los primeros balances de la Ley de Inclusión Laboral y a las discusiones sobre inclusión escolar. Aunque muchos hemos hecho nuestra lucha por la inclusión, promoviendo el respeto y el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales, en Chile se reflexiona poco sobre lo que implica. Es usual encontrar en el discurso político un maltrato de la palabra, que la vacía de su carácter transformador.
Pareciera que usar los términos “políticamente correctos” asegurara de antemano los derechos que se reclaman y, a su vez, hablara de la buena voluntad de quienes deciden políticas para generar un cambio real en la vida de las personas que exigen un trabajo digno y de calidad y una educación que no segregue, ni discrimine. Pero la incorporación del concepto no se condice con lo logrado en estas materias.
En el ámbito escolar, poner sobre la mesa las barreras discursivas y prácticas que tienen las personas en situación de discapacidad para acceder y permanecer, es una urgencia. En este sector, se evidencia que el concepto “inclusión” protege más al que lo nombra que a quien es nombrado, porque encubre un aparente consenso respecto de procesos muchos más complejos, relativos a una historia de maltrato y exclusión, que no es tan fácilmente reparable.
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