A comienzos del siglo pasado, el dato de realidad era que, pese a los esfuerzos realizados durante el siglo XIX, la educación escolar no llegaba a la mayoría (1). La cobertura era baja y la asistencia media de los matriculados, también. Así, la población, entre 5 y 15 años de edad, sumaba 674.955 personas; solo un quinto de ellas estaban matriculadas: 114.565 en las escuelas públicas y otras 25.420 en la educación particular (2). Adicionalmente, la asistencia media a las escuelas alcanzaba, aproximadamente, a los dos tercios de los matriculados. La baja cobertura se debía principalmente a la extrema pobreza que obligaba a los niños a trabajar, aunque también al desinterés de sus padres y, en algunas zonas, a la necesidad de más escuelas y maestros.
Veinte años demoró la derecha conservadora en aceptar una ley que consagrara la obligatoriedad escolar, pues que ello significaría la intromisión del Estado en la familia, vulnerándose el derecho de los padres. Loreto Egaña da cuenta de este proceso que comienza en junio de 1900 con un primer proyecto presentado por el sendor radical Pedro Bannen, el cual, tras largo debate, fue rechazado en 1903. En 1909 los diputados Miguel Varas y Enrique Oyarzún presentan dos proyectos que sirvieron de antecedente para que la Comisión de Instrucción Pública de la Cámara de Diputados acordara, en 1910, un proyecto al cual también se oponen los conservadores. En 1917 surgieron dos nuevas propuestas, una de los diputados radicales y otra de los conservadores; se nombra una comisión para armonizar ambas mociones y la Cámara Aprueba un proyecto que, en su trámite en el Senado, fue objeto de nuevas tardanzas. Recién se discute en 1919, es despachado en 1920 y promulgado el 26 de agosto de 1920, suceso cuyo centenario recordamos…