Por: Andrés Pavón, Abogado. Master in Regulation, London School of Economics and Political Science. Integrante del Grupo sobre Transparencia y Mejora Regulatoria de la Facultad de Derecho Universidad Alberto Hurtado.
El proceso de modernización del Estado en Chile ha tocado sólo tangencialmente a nuestras superintendencias, al SII y demás instituciones reguladoras. Desde los noventa los esfuerzos se han concentrado en mejorar el empleo público (Alta Dirección Pública), controlar la gestión pública (PMGs, evaluación de programas por Dipres), controlar el presupuesto público (vía ley de Presupuesto) y controlar la legalidad y probidad (leyes de procedimiento administrativo, transparencia y probidad). Aunque no explícitamente, todo ello se hizo muy en la línea del modelo de “Nueva Gestión Pública” anglosajón. Varias de estas medidas valieron a Chile el ingreso a la OECD.
Sin embargo, el afán modernizador no ha alcanzado a nuestros reguladores –aun cuando, paradójicamente, los reguladores están al centro de la llamada “Nueva Gestión Pública”. Si bien se han creado nuevas superintendencias, estas siguen el modelo de las superintendencias originales: se les exige rigor técnico, pero carecen de autonomía –o esta es solo nominal–; son escasamente sujetas a mecanismos de rendición de cuenta o accountability –más allá del control judicial de sus actos–; y sus modelos regulatorios poseen escasa uniformidad.
Chile no cuenta con instituciones regulatorias verdaderamente independientes. Si bien algunas instituciones regulatorias son nominalmente “autónomas” del Gobierno (SVS, SBIF) y en algunos casos se ha incorporado el Sistema de Alta Dirección Pública en el nombramiento de sus autoridades (SII, superintendencias de Salud y Pensiones), los jefes de estas entidades siguen siendo de exclusiva confianza del Presidente de la República y se encuentran bajo la dependencia/tutela del ministro sectorial de turno. Es más, muchas funciones reguladoras son encomendadas a servicios públicos (Subtel, Sernac) o incluso a entidades dependientes de las Fuerzas Armadas (Dirección General de Aeronáutica Civil). El riesgo más claro de este modelo institucional es que, consciente de la fragilidad de su cargo, el juicio de la autoridad regulatoria puede no ser –o proyectar ser– tan objetivo y técnico como se espera.
En efecto, realidad y apariencia de independencia son claves para la confianza en los reguladores. Según la OECD, es imperativo que los reguladores aseguren la confianza de los regulados, no se vean sujetos a influencias indebidas, actúen en consonancia con su mandato legal y sus decisiones sean tomadas bajo estrictos estándares técnicos. Si bien hay distintos modelos institucionales para garantizar estos fines, las particularidades de Chile recomiendan la creación de agencias verdaderamente independientes. Nuestros reguladores operan en mercados altamente concentrados, donde los actores privados tienen alto grado de influencia en la toma de decisiones políticas, por lo que debemos prevenir el riesgo de captura del regulador –ya sea que opere directamente sobre el regulador o indirectamente a través del jefe político del regulador–. Además, la contingencia ha graficado las deficiencias de este modelo institucional. El ex director del SII adoptó decisiones con alto costo político para la coalición de Gobierno, mientras esperaba que el Ejecutivo lo ratificara en su cargo; semanas después de su ratificación fue removido tras un cambio de gabinete, y recientemente declaró haber recibido presiones desde el Ejecutivo. Todo esto obliga a cuestionar la organización institucional de nuestros reguladores.
En Chile las agendas de transparencia y probidad han servido para reactivar procesos de modernización del Estado pendientes. En materia regulatoria, modificar el Gobierno corporativo de los reguladores para asegurar su independencia es el primer paso. En ese sentido, el proyecto del Ejecutivo que crea una Comisión de Valores, cuya mayoría de miembros será nombrada con acuerdo del Senado, es una buena noticia. Sin embargo, la Comisión Engel también llamó a la reforma del Gobierno corporativo del SII en similares términos –lo que no se recoge en el proyecto de ley en trámite–. Por su parte, desde la Facultad de Derecho de la Universidad Alberto Hurtado propusimos a la Comisión avanzar en la revisión general del sistema de nombramiento de nuestros reguladores –asimilándolo al del Contralor General de la República–, configurando así verdaderas agencias regulatorias independientes, sujetas a nuevos mecanismos de control y rendición de cuenta.
En efecto, si nuestro objetivo es la modernización del Estado, la discusión sobre nuestros reguladores comienza con asegurar su independencia del Ejecutivo, pero no se restringe a ello. Debemos preguntarnos si las funciones regulatorias del Estado –actualmente repartidas por la Administración Pública– deberían ser tratadas bajo un sistema orgánico-procedimental más uniforme. Así las cosas, a la discusión sobre la independencia deben sumarse mecanismos que sistemas regulatorios más desarrollados ya han implementado –y donde abunda la literatura sobre sus fortalezas–, entre ellos:
-La “evaluación de impacto regulatorio”, esto es, que toda nueva norma administrativa-regulatoria de carácter general sea precedida de una evaluación que analice sus costos y beneficios, así como los costos y beneficios de las medidas alternativas. En este sentido, la Ley N°. 20.416 creó una experiencia piloto –al parecer no muy exitosa en su implementación– al requerir a la Administración una “estimación simple del impacto social y económico que las nuevas regulaciones generaran en las empresas de menor tamaño”;
-La formalización de metodologías de supervisión, tales como la supervisión basada en riesgos. En Chile buena parte de nuestros reguladores declaran utilizar este método, aunque pocos lo explican en detalle a sus regulados; y
-La creación de mecanismos de control y accountability que garanticen la observancia del mandato legislativo entregado a los reguladores y potencien la legitimidad de sus accionar –entre ellos, la consulta pública obligatoria durante el diseño de normas regulatorias, incorporación de indicadores de gestión que sean monitoreados por la autoridad democrática, y la difusión de políticas regulatorias–.
Si queremos abordar la modernización pendiente, debemos sumar a la discusión sobre la independencia de los reguladores estos elementos. Ellos deberían considerarse en una verdadera agenda de “mejora regulatoria”. La participación de Chile en la OECD le entrega una excelente plataforma para ello. Además, el Grupo Técnico sobre Mejora Regulatoria de la Alianza del Pacifico ya está trabajando en este sentido. En otras palabras, las condiciones están dadas, sólo falta la voluntad.
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