“A menudo algunos críticos de la reforma a la educación superior lamentan que los debates se centren en cuestiones institucionales y financieras. Quisieran que se ocupara de materias sustantivas, que clarificaran qué son y qué deben enseñar las universidades. Felizmente, el ministerio y los legisladores saben que para esas definiciones carecen de competencia, pues la reflexión sobre el quehacer universitario es asunto donde la universidad es experta y en la que cabe invocar la autonomía universitaria. Si además de lo político y económico la reforma mejora los procesos de aseguramiento de la calidad, dando garantía de ecuanimidad y participación de pares académicos en las acreditaciones de carreras y universidades estaría cumpliendo con sus objetivos.
Lamentablemente —como hemos visto en el episodio sobre la glosa presupuestaria—, los intereses de financiamiento y las negociaciones de última hora parecen primar sobre el justo reconocimiento que cabe a diferentes actores en un sistema muy heterogéneo.
Intereses que se ocultan en simplificaciones ideológicas. El simple dualismo, estatal o privado, está separando irreflexivamente las aguas. Sorprende que defensores de lo estatal no valoren el aporte de universidades públicas no estatales de 100,50 o 25 años, vinculando todas las privadas al lucro y al mercado. Sorprende igualmente que los defensores de las privadas, sin reconocer el trato preferente que se debe dar a las estatales, se solacen tratándolas de ineficientes o enrostrándoles menos años de acreditación. Sorprende aún más que ministros y diputados no sean capaces de reconocer y potenciar universidades de una calidad indiscutible y que nos llenan de orgullo como son la U. de Chile, la P. U. Católica o la U. de Concepción…”
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